martes, 25 de marzo de 2014

El ruido eterno

A pesar de haberlo consultado en algunas ocasiones, no ha sido hasta hoy que he comenzado la lectura exhaustiva del libro de Alex Ross, El ruido eterno (2009). El libro, como reza su lema, tiende lazos entre los fenómenos históricos del siglo XX a través de su música. Así que, al menos por tres motivos, debe ser una obra a la que dedicar muchas, muchísimas horas.
  • Primero, porque es un libro que tiene como premisa la escucha. Y no quiero echar mano de la memoria de las obras reseñadas. Quiero regalarme todas y cada una de las audiciones propuestas.
  • Segundo, porque entiendo que algunas de las propuestas requieren un tiempo del que no siempre se dispone, tanto en la búsqueda y elección de la mejor de las versiones disponibles, como el de confeccionar una entrada digna en el blog.
  • Por último, porque dicho recorrido musical no invalida las demás intrigas a las que me tiene sometido el mundo de la cultura y que tiene como clientes habituales reseñas de cine, arte o música ligera.

Salomé (Tiziano, ca. 1515)
Salome
 (Tiziano, ca. 1510-1516)
Sin más preámbulo, vamos con la primera de las audiciones. Una composición controvertida, estrenada en Dresde después de haber sido prohibida en Viena, basada en una obra de Oscar Wilde. Conocida sobre todo por su escena final, donde la protagonista besa la cabeza cortada de Juan el Bautista. Claro está que el desarrollo de este tema bíblico donde se dan cita el erotismo y el crimen no podía ser bien aceptado por la sociedad de la época. Esta obra estaba llamada a ser un escándalo...

Hablamos, claro está, de Salome (1905), ópera en un solo acto con libreto del propio compositor: Richard Strauss.

Pero vamos a desplazarnos hasta el 16 de mayo de 1906, hasta la ciudad austriaca de Graz. La fama de aquella bochornosa ópera estrenada meses antes había llegado a toda Europa, y no sólo por el escabroso tema. Musicalmente, nunca antes se había hecho nada parecido. Cromatismo, arriesgadas líneas melódicas, acordes politonales a veces e incluso atonalidad. Puccini no podía faltar a aquella cita de su rival alemán; tampoco Mahler, con su esposa Alma, improvisada narradora del encuentro de aquellos dos pesos pesados de la música alemana, tan distantes y tan próximos al mismo tiempo; la antigua escuela vienesa tenía en la viuda de Johann Strauss (hijo), el famoso compositor de valses, su mayor representante; y también asistió el joven Schönberg, acompañado de seis alumnos entre los que no podía faltar Alban Berg. También estaba, según nos cuenta él mismo, un joven Adolf Hitler, que había pedido dinero a sus familiares para asistir al concierto.

Una estampa, la de la pugna leal entre tendencias culturales europeas, que contrastaba con las duras fuerzas políticas que se fraguaban en aquellos años. Europa era una olla a punto de explotar: la Revolución rusa de 1905 mantenía al zar en constante pugna con la Duma Imperial; por otra parte, el movimiento paneslavo se erigía con fuerza. Se habían fraguado ya grupos terroristas como Mano Negra, la organización que conspiró en el asesinato del Archiduque Francisco Fernando años más tarde, principal detonante de la Gran Guerra (1914-1918).

Salomé con la cabeza del Bautista (Tiziano, ca. 1550)
Salomé con la cabeza del Bautista
 (Tiziano, ca. 1550)
Pero volvamos al concierto. Aquella Salomé depravada, que bailaría su Danza de los siete velos para encandilar a su padrastro Herodes y requerirle la cabeza del profeta Jokanaán (Juan el Bautista); la Salomé necrófila, que besaría con pasión atroz la cabeza degollada de su amor no correspondido; la Salomé prohibida en la refinada sociedad vienesa. Aquella Salomé tuvo en la provinciana ciudad de Graz un éxito rotundo. De regreso a Viena, Mahler, que admiraba profundamente la obra de su amigo, no llegaba a entender su éxito. Su espíritu romántico no asociaba el genio a la popularidad. Una obra genial debía ser, al mismo tiempo, la obra de un proscrito. Por su parte, el grupo de jóvenes compositores aglutinados en torno a Schönberg (Berg a la cabeza) tampoco comprendía que un sonido tan audaz y vanguardista hermanara con el gusto popular. Si bien es cierto que este hermanamiento iba a ser, salvo contadas excepciones, más bien un anticipo de la escisión de la música contemporánea con el gusto popular. Los atrevimientos sonoros de Strauss que tanto revuelo causaron en 1906 no serían admitidos en Schönberg tan sólo un año más tarde.

Regalaos estas dos horas (casi) de gran música. Irrepetible en muchos sentidos, fascinante siempre, en todos y cada uno de sus compases.



En: Música, Arte

2 comentarios :

  1. ¡Excelente entrada Enrique! Es un gusto poder leerte porque siempre me abrís las hermosas puertas del conocimiento. Te saludo y me dedico a escuchar la música con la dedicación y el tiempo que se merece.

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    1. Gracias, Mirta. Aun no he salido del capítulo uno, y ya tengo muchas horas de música por descubrir. Aún está entrando el siglo XX, pero Mahler, o Puccini, caminan aún sobre la faz de la tierra como enormes dinosaurios a punto de extinguirse. Y antes Wagner, sin él el siglo XX, en términos musicales, no tendría sentido. Y eso suponen muchas, muchísimas horas de atenta escucha.

      Saludos, espero que disfrutes con la Salomé de Strauss.

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